Las Culturas del Honor: Una mirada fresca a un concepto que sigue explicando nuestro mundo
Hace ya más de una década, mientras devoraba las páginas de «Outliers» (o «Fueras de serie» en español) de Malcolm Gladwell, me topé con un concepto que no ha dejado de rondar mi cabeza desde entonces: las «Culturas del Honor». En aquel momento, me pareció una idea fascinante que explicaba muchos comportamientos que, hasta entonces, me resultaban incomprensibles. Hoy, en pleno 2024, me doy cuenta de que este meme sigue siendo tremendamente relevante para entender no solo nuestro pasado, sino también nuestro presente y, posiblemente, nuestro futuro.
Pero, ¿qué son exactamente estas Culturas del Honor? Imagínate por un momento que eres un pastor en las inhóspitas tierras de Escocia hace varios siglos. Tu riqueza, tu sustento, todo lo que tienes, se resume en ese rebaño que pastoreas día tras día. Ahora imagina que alguien intenta robarte una oveja. No es solo un animal lo que está en juego, es tu supervivencia, tu estatus, tu todo. ¿Cómo reaccionarías? Esta es la ventaja adaptativa del meme del honor.
Esta es la esencia de las Culturas del Honor: sociedades, generalmente originadas en comunidades pastoriles o ganaderas, donde la reputación y la defensa agresiva de los bienes se convierten en algo fundamental. No es una cuestión de ser «bueno» o «malo», es una estrategia de supervivencia que se desarrolló en lugares tan diversos como el Oriente Medio, Sicilia, los Balcanes, Irlanda, Escocia o el País Vasco.
Lo fascinante es cómo este meme viajó y se adaptó. Pensemos en el «viejo oeste» americano, esa imagen tan arraigada en nuestro imaginario colectivo del vaquero rudo y su revólver. No es casualidad. Muchos de los colonos que poblaron esas tierras eran descendientes de pastores escoceses e irlandeses que llevaron consigo esa mentalidad de defensa férrea de lo propio.
Ahora bien, ¿por qué esto es relevante hoy en día? Porque, aunque las condiciones originales han cambiado drásticamente, el legado cultural persiste. Es como un eco del pasado que sigue resonando en nuestro presente.
Pensemos, por ejemplo, en las diferencias que aún se observan en Estados Unidos entre los estados del sur y del norte. Las estadísticas siguen mostrando tasas más altas de homicidios y una actitud diferente hacia la posesión de armas en el sur. ¿Coincidencia? No lo creo. Es el susurro de esas culturas del honor que aún pervive. Como dice David Hackett Fischer en su libro “Albion’s seed” el ethos de los estados fronterizos como Kentucky, Tennessee, las Carolinas o Virginias no difería de los pueblos fronterizos británicos.
En los Estados sureñas el comportamiento es mucho más agresivo como se demuestra en diversos estudios estadísticos o de psicología social. El índice de homicidios entre hombres blancos es de 2 a 4 veces superior en el Sur. También es mucho más común en el sur tener armas en casa: Un 50% de los encuestados afirma tener una mientras que en el norte la tasa es más baja. Un 57% de personas del sur estaba dispuesta a matar para defender su casa, mientras que en el norte esta actitud sólo llegaba al 18% (Blumenthal, 1972). Hasta 1970 era legal en Texas matar al amante y a la mujer si se les sorprendía en adulterio. (Ross y Nisbett, 1991). Si la persona era insultada o agravada, la justicia de os Estados sureños no acostumbraba castigar los homicidios.
Hay que insistir en que en los Estados del Sur de los EE. UU. como en otros lugares violentos, hay otros factores que confluyen: Calor, leyes tolerantes, más pobreza, y escasez de recursos. Es importante remarcar que no había diferencias entre los valores frente a la violencia, sólo respecto a su uso para defender la reputación y la familia.
Pero no nos quedemos solo en Estados Unidos. Este concepto puede ayudarnos a entender mejor muchos conflictos contemporáneos. Las tensiones en Oriente Medio, la violencia en ciertas regiones de América Latina, incluso la persistencia de algunos grupos terroristas… Todos estos fenómenos, aunque complejos y multifacéticos, tienen ecos de esas culturas del honor.
Y los ejemplos no se detienen ahí. Pensemos en la mafia americana, cuyas raíces se hunden profundamente en la cultura siciliana. Esa obsesión por el respeto, la lealtad familiar y la venganza no son más que manifestaciones modernas de la cultura del honor que los inmigrantes sicilianos trajeron consigo a América. O consideremos el conflicto israelí-palestino, donde vemos cómo la lucha por una tierra, que objetivamente podría considerarse de escaso valor económico, se convierte en una cuestión de vida o muerte. ¿Por qué? Porque no se trata solo de tierra, sino de identidad, de historia, de honor. Tanto israelíes como palestinos ven esa tierra como «suya», no por su valor material, sino por lo que representa culturalmente. Es un perfecto ejemplo de cómo las culturas del honor pueden persistir y transformarse, convirtiéndose en ideologías que trascienden lo puramente económico.
La pregunta que surge entonces es: ¿cómo abordamos este legado cultural en pleno siglo XXI? No es una tarea fácil, pero creo que hay caminos que podemos explorar.
El desarrollo económico, por ejemplo, juega un papel crucial. Cuando hay prosperidad, cuando los recursos no son tan escasos, la necesidad de defenderlos agresivamente disminuye. Lo hemos visto una y otra vez en la historia: a medida que las sociedades se enriquecen, tienden a volverse menos violentas.
La educación es otro pilar fundamental. No se trata de borrar el pasado o negar nuestras raíces culturales, sino de promover valores de cooperación y resolución pacífica de conflictos. Es un proceso lento, de generación en generación, pero es posible.
La legislación también tiene su papel. Las leyes que desalientan la violencia y regulan la posesión de armas pueden ser herramientas poderosas para moldear el comportamiento social. Aunque, seamos honestos, no es una solución mágica y su implementación siempre es complicada.
Y no podemos olvidar la importancia de los programas sociales que fomentan la integración y el sentido de comunidad. Porque, al final, muchas de estas culturas del honor surgieron de la necesidad de proteger al grupo, de mantener unida a la comunidad frente a las amenazas externas.
El desafío que tenemos por delante es fascinante: ¿cómo preservamos los aspectos positivos de estas culturas, como el sentido de comunidad y la resiliencia, mientras mitigamos sus elementos más destructivos? No tengo una respuesta definitiva, pero creo que el primer paso es entender. Entender de dónde venimos, por qué actuamos como actuamos, y cómo esas raíces históricas y culturales siguen influyendo en nuestro comportamiento actual.
Al final del día, las Culturas del Honor nos recuerdan que somos producto de nuestra historia, de nuestras circunstancias. No para justificar comportamientos violentos o dañinos, sino para entenderlos y, desde ese entendimiento, buscar formas de evolucionar como sociedad.
La próxima vez que veas un conflicto en las noticias, que te sorprendas por la reacción aparentemente desproporcionada de alguien, o que te preguntes por qué ciertas regiones parecen más propensas a la violencia, recuerda las Culturas del Honor. Puede que, en ese concepto, encuentres una pieza más del complejo puzle que es el comportamiento humano.
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